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— 107 — »Esto sucedía la mañana de un lunes. No quiso Dios esperar al domingo para recompensar tan buena voluntad. Desde el día siguiente, por un fenómeno, completamente excepcional, una de las coles de su ¡iardín empezó a crecer de un modo tan extraordinario que jamás se había visto cosa semejante. Se divulgó el fenómeno, y al poco rato habían acudido a contem- plar la maravilla todas las mujeres del barrio, no faltando entre ellas quien, gracias a la viveza de su imaginación femenil, viera representados en la col todos los instrumentos de la Pasión y algunas cosas más. La que me había invitado a entrar en el jardín era la que más corría y gritaba por todas partes, exclamando fuera de sí: «¡Milagro, milagro! Venid a ver la col del P. María-Antonio.» Ciertamente el hecho era extraño, maravilloso, pues la col llegaba ya a una altura de cerca de dos metros. »En pocos momentos cundió por toda la ciudad la noticia, y de todas partes corrían a ver el fenómeno. La col había sido trasladada al medio del jardín, rodeándola, por precaución, de lienzos blancos. El Alcalde, el Prefecto, los jueces, abogados, ricos y pobres, toda la ciudad, en una palabra, se puso en movimiento. Hasta el Instituto de Francia, advertido por el Prefecto, pidió simiente de planta tan original. No perdió por esto nuestro buen Juan la cabeza. Muy al contrario, supo conservar toda su serenidad ante aquella multitud que se agolpaba ante su huerta. Tenía ésta tres puertas de entrada y colocó a cada una de sus tres hijas en ellas, exigiendo como pago cinco o diez céntimos, según fuera la posición social del curioso visitante. Tan bien le salió el negocio, que al
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