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A — 104— de aquella habitación. Por otra parte ¿qué hubiera ganado yo en el combate, si su voluntad permanecía aferrada en el pecado? Me dí pues por vencido. »¡Cosa extraña! Durante todo el tiempo que duró EE esta escena y a pesar de los gritos que daba la infor- Ñ tunada, nadie apareció por allí. Parece que la mujer que yo había amenazado en el Hotel debiera haber dado el grito de alarma; pero no fué así. Solamente un hombre acertó a pasar y me dijo:—«Tiene usted mucha razón, Padre; es una desgraciada. — No es aquí donde debiera estar a la edad que tiene.» »Salí de aquella casa con el alma llena de tristeza, e reflexionando en la imprudencia que acababa de ' cometer, pero sobre todo arrepintiéndome de haber consentido que pasara el coche por aquella calle. No me quedaba otro remedio que confiar a María, Refu- gio de pecadores, la suerte de aquella pobre alma. Y ] no me engañó esta confianza, pues seis meses más 116 tarde tuve el consuelo de saber que la joven había vuelto a vivir con su madre.» Ejemplos análogos al que acabamos de referir se leen en la vida de San Francisco de Regis y otros Santos. No obstante, huelga advertir que se citan semejantes casos, sin pretender proponerlos a la imi- tación de nadie. Son hechos aislados, excepcionales, que aun los mismos Santos no los llevaron a cabo sino movidos por una inspiración particular del cielo y ayudados de la gracia especial, que para salir con bien de situaciones tan peligrosas les comunicaba el Señor. Estos actos de santa audacia daban mayor realce a la fama del joven misionero, creciendo en gran

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