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q Po aer >: * r ! y EA e Antonio.—Ella misma lo pide y tiene tanto derecho como tú,—Mire usted que voy a llamar a la policía,— replicaba el marido.—Llámala si te da la gana, no seré yo quien te lo impida.—¡Auxilio! ¡socorro! que violan mis habitaciones ¡auxilio!»—A los pocos momen- tos, atraído por los gritos, se reunió allí todo el barrio y vinieron dos agentes de policía. —«¿Qué pasa? preguntaron.—Este fraile, que ha entrado aquí contra mi voluntad para confesar a mi mujer.—Es verdad—respondió el Padre, —pero sepan que él mismo me ha llamado y su mujer lo desea; pre- gunten sino a los presentes.» Inmediatamente empe: zaron a contar todos lo que habían visto en la calle, al mismo tiempo que la pobre mujer afirmaba con enérgica voluntad que quería confesarse, pidiendo para ello protección a la policía. En nombre de la libertad de conciencia, se puso uno de ellos de guardia, se confesó la enferma y recibió los Sacramentos. El marido, vuelto ya en sí, se hizo más amable y comenzó a excusarse.—«Tu mujer—le dijo el Padre— te perdona y ofrece por tu salvación el sacrificio de su vida. Véte pronto a verla, pues se está muriendo.» Salióse dejando a los dos solos en el cuarto. El buen hombre lloraba como un niño, mientras la mujer, dán- dole consejos, entregaba su alma a Dios. Antes de salir de aquella casa el Capuchino llamó de nuevo al marido y le dijo con dulzura:—«Y bien ¿está todo terminado? No, todo,no. Yo era un canalla y no quiero serlo más. Confiéseme usted a mí también.» Aquel hombre se confesó lleno de arrepentimiento y permaneció siendo toda su vida un buen cristiano, y la prueba es que no volvió a emborracharse.

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