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e» BI El P. María-Antonio, acostumbrado ya a semejan- tes y peores escenas, lo apartaba suavemente con el brazo y seguía tranquilo su camino, mientras el borra- cho, reprendido por los transeuntes, a quienes escan- dalizaban aquellas groserías, replicaba:—«Y ¿qué im- porta a nadie lo que yo hago?—Canto porque tengo derecho a cantar, voy a mi casa y también tengo dere- cho a ir...» Se detuvo por fin y entró en una casucha misera- ble, subiendo, no sin trabajo, las obscuras escaleras que conducían al piso que habitaba, Abre la puerta, y cuál no sería su espanto cuando, al volverse para cerrarla, ve que el capuchino le había seguido y se disponía a entrar con él en la habitación. El P María- Antonio era alto, vigoroso y de una decisión y un carácter proverbiales en Tolosa. El borracho, peque- ño, flaco, sin poder sostenerse apenas sobre sus pier- nas, comenzó a balbucear espantado: «No quise ofen- derle, Padre; no lo hacía sino por reir. ¿Se le ofrece a usted algo?—Pues confesar a tu mujer. Más de cin- cuenta veces me lo acabas de pedir en la calle.» Apenas terminó de decir estas palabras, se dejó oir desde uno de los cuartos interiores una voz debilitada por la enfermedad:—«¡Ah! ¡qué buen Padre! ¡Tenía tanto miedo a morirme sin un sacerdote a mi lado!» Efecti- vamente, la pobre mujer, encerrada bajo llave por su marido, mientras él iba a emborracharse a la taberna, estaba agonizando. Al oirla hablar de aquel modo se llena el marido de cólera y fuera de sí empieza a gritar: —«Estoy en mi casa, ¡Salga usted inmediatamente de ellal ¡Fuera curas de aquí!—No sin haber confesado antes a tu mujer,—replicó con entereza el P, María- P. MARÍA - ANTONIO PE A EA tos
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