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A pesar del altísimo puesto, que en los grados sociales tenía, la vi cierto día tan baja en Pompeya que, a la par de la gente plebeya, arrastraba, cubierta de un velo, su traje de seda por las sucias baldosas del suelo. Y mientras subía así la escalera, decía a la Virgen con voz lastimera: “Virgen de Pompeya, Virgen milagrosa, vuélveme tus ojos, mírame piadosa.” Por sus ojos corría, entretanto, una hebra continua de llanto.

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