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ni el silbido que en las góticas vidrieras simulaba el aquilón; ni las sombras movedizas de los santos, que en los muros proyectaba el resplandor de la lámpara oscilante, espantaban su pequeño corazón. : ¡Qué importaban los crujidos de los bancos, ni el silbar del aquilón, ni las sombras de los santos en continua agitación, si el niño tenía el alma toda llena de un recuerdo de dolor! Con su trajecito negro y su lúgubre clamor demostraba la desgracia, que su casa visitó.

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