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¡Qué gozo y pena se siente, cuando, al abrigo del lecho, se escucha el grito valiente, que arranca en la calle el diarero a su pecho!... Extrañado el vecindario de ver siempre al canillita gritando junto al Santuario, “¿por qué, se pregunta, ahí sólo grita?” Una tarde de febrero de borrascas y de truenos, en la calle vi al diarero: tenía los ojos de lágrimas llenos. Y decía: “Virgen buena, orgullo de estos suburbios, con tus manos de azucena enjuga mis ojos; ¿no ves que están turbios?...” 16
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