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A los pies de la Virgen bendita se hincó reverente; descubrió aquella rosa marchita y empezó su plegaria ferviente. «Mira, oh Virgen...» tan solo pudieron oir mis oídos de los ruegos, que ardientes salieron de sus labios entre hondos gemidos. Mas mis ojos, ¡qué bien que veían las gotas de llanto que una a una a las gradas caían, salpicando su fúnebre llanto!... Y veían que a breves momentos sus ojos quitaba de la Virgen bendita, y atentos en la niña ¿ya muerta? fijaba. AG
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