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acusaba al tierno niño en la flor de su inocencia de mortífera dolencia la amarillez de su faz. Acercándose sonriente al lado del pobre niño, con grandísimo cariño en sus brazos le tomó: y mirando con ternura aquel rostro amarillento, inspirado en el aliento del profeta, así exclamó: «¡Oh Buenaventura!... ¡Oh niño inocente!... mi anhelo ferviente cumplido veo en ti: tan niño y enfermo, un día lejano serás franciscano, vendrás tras de mi». — 141—

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