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formaban la comitiva. Caminaba el Señor con paso lento, fatigado y adolo- rido su cuerpo, ensangrentada la cabe- za. hecho todo una llaga; y a medida que avanzaba en su carrera, notaba que las fuerzas le faltaban, flaqueíbanle las piernas y doblábansele las rodillas... hasta que, al fin, inclinado por lo pe- sado del madero, abrumado de tantos males, cansado, sudoroso, sin fuerzas, casi exánime tuvo que rendirse y dar con la cruz en tierra... ¿No habrá nadie que se compadezca de Jesús? ¿No habrá quien, en ese ins- tante, recuerde que «es el Mesías a quien, días atrás, le aclamaron en su triunfal entrada en Jerusalén, cuando en su honor alfombraron con palmas y ramos de olivo las calles por donde pa- saba, vitoreado, bendecido, aclamado como Salvador de Israel? ¡Cuán presto han olvidado su predicación, sus ense ñanzas, sus obras maravillosas, sus mi- lagros, su santidad y sus beneficios! Pero, aunque todo lo olvidaran, ¿cómo no admiran su silencio, su tan revelador como persuasivo silencio, en medio de tan inauditos sufrimientos?

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