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de cuarenta azotes, sino según las leyes del Imperio romano que no fijaban un número determinado, los soldados sol. taron a Jesús quien, como pudo, logrí tomar las vestiduras y cubrir con ells su desnudez y llagas. Mas, ¡ay!, para muy poco tiempo. Parecerá invero: símil, pero fué así. La sangre que co: rría en abundancia de todo el cuerpo de Jesucristo, sus heridas profundísi- mas en hombros, pecho, brazos, piernas y pies excitaban el furor de sus enemi gos que, lejos de sentirse conmovido; apesadumbrados de su proceder tan inhumano, ardían en mayores ansias de atormentar de nuevo a su Bienhecho y Redentor. Sin esperar más, tomaron al inde: fenso ajusticiado y con grande algaza y no menos brutalidad arrancáronle de sus espaldas la ropa y le ordenaron sentarse, pues querían coronarle mo a rey, cumpliendo en esto su va luntad; ya que recordaban haberle oída decir que era rey del pueblo judío. Je sús calló y obedeció. Al efecto, labraron con apresuramiento una corona de es pinas entrelazada con un haz de juncos
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