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¡cuál no sería su pena al cucontrarles profundamente dormidos! Con acento suave, después de despertarlos, díjoles: ““ Así no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para que no entréis en tentación”. Terminado lo cual, tornóse al mismo lugar a conti- nuar su oración. Allá en la oscuridad exhaló las mismas quejas a su Eterno Padre: “Si este cáliz no puede pasar sin que yo le beba, hágase tu voluntad”. Levantóse de nuevo para ir a ver a los discípulos los cuales yacían tendidos por la somnolencia. A la voz del Maes- tro despertaron. Por tercera vez se volvió Jesús a la oración en la que re- pitió idéntica plegaria que en las dos anteriores, bien que, a medida que su tristeza y congoja aumentaban, fuese creciendo más su fervor hasta llegar a derramar, con el esfuerzo que hacía en la contienda, la sangre mezclada con el sudor de su frente y rostro y de todos los poros de su sacratísimo cuerpo. Así terminó Jesús su oración. Aprendamos de nuestro Divino Ma- estro y Redentor a orar; y que nuestra

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