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sa del amor por el Crucificado: no el peligro ni las amenazas, no el cansancio ni la de- bilidad de su complexión; no las distancias, ni siquiera la resistencia de los herejes y pecadores era bastante para hacerle de- sistir de su empresa. El amor de Jesucris- to le impelía a todas partes, a toda hora, sie mpre y únicamente en busca de las al- mas. El amor fué el verdugo que atormen taba su corazón, pues que, cuanto más le aguijoneaba, mayor llamarada y más insa- ciable sed de almas le producía. Antonio de Padua fué un hombre de corazón puro, corazón que rebosaba de amor y del cual puede afirmarse lo que de San Juan Bau- tista: «Era una luz que ardía e ilumina- ba». En su interior este hombre de Dios se abrasaba de amor, y al exterior arrojaba lama de un fervor angélico, que todo lo incendiaba y al que nadie se resistía. (1). Meditese y pídase, por intercesión del Santo, la gracia que se desee conseguir. Abad de Y "ercelli.

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