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8 dre querida! ¡Madre bella!... ¡Ma- dre dulcísima, ayúdame! Madre y Reina del santo Rosario, no tardes más en tender hacia mí tu poderosa mano y salvarme; por- que la tardanza, como ves, me llevaría a la ruina. Dios Te salve, Reina y Madre, etc, ; IV. ¿Y a quién he de acudir yo sino a Tí, que eres el alivio de los miserables, el rifugio de los des- amparados, el consuelo de los afli- gidos? ¡Ah sí, lo confieso: abru- mada miserablemente mi- alma bajo el enorme peso de las culpas, no merece más que el infierno y es indigna de recibir tus favores! Mas ¿no eres tú la esperanza de quien desespera, la poderosa Me- dianera entre Dios y el hombre, la Abogada ante el trono del Al- tísimo, el Refugio de los pecado-

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