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A SEE ojos, ya perdida la palabra, ya levanta- do el pecho, ya postradas las fuerzas, y cubierto el rostro con el sudor de la muerte, estemos luchando con el terri- ble final paroxismo, cercados de enemi- gos innumerables que procurarán nues- tra condenación, y estarán esperando que salgan nuestras almas para acusar- las de todas sus enlpas ante el tremendo tribunal de Dios. AMlí querida de nuestras almas; allí única esperanza de nuestros desmayados corazones; allí poderosísima reina: allí amorosísima Madre; allí, vigilantísima Pastora; allí María; ¡oh qué dulee nom- bre! allí María; allí ampáranos; allí de- fiéndenos; allí asístenos como Pastora a sus ovejas; como Madre a sus hijos; como Reina a sus vasallos. Aquel es el punto de donde depende la salvación o condenación eterna: aquel es el horizon- te que divide el tiempo de la eternidad: aquel es el instante en que se pronuncia la final sentencia, que ha de durar pa- ra siempre, pues si nos faltas entonces, ¿qué será de nuestras almas, cuando tantas eulpas hemos cometido?

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