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brieron sus rostros. Habló uno de los ángeles y dijo: No temais, sé que buscais a Jesús Nazareno, el crucificado; no está aquí; ha resucitado, Consideremos el triunfo de Jesús. Después de haber tomado los judíos to- das las precauciones necesarias para evi tar que los discípulos se llevasen el euer- po del Salvador, debieron decir con ple- na satisfacción. Galileo, ahora puedes dormir en paz, nadie vendrá a turbar tu sueño; no pudiste bajar de la eruz, tampoco podrás salir del sepulero. Y al lanzar este último escarnio contra su Víctima, ellos, los sabios de Israel, no se acordaban que el Profeta había di- cho: No permitirás, Dios mío, que tu Santo experimente el horror de la co rrupción. ¿Cuál sería pues su asombro y furor, al oir de los soldados, que el Galileo ha- bía salido triunfante del sepulero? Ellos, los valientes, los victoriosos hasta del mismo gobernador Pilatos, vencidos en un momento por el iluso Galileo, ¿cuál sería su humillación? y el Galileo, el aborrecido de todos, el erucificado, el

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