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46 la pena de la flagelación. Desnudáronle de sus vestidos, arrimáronle a una eo- lumna y atáronle fuertemente sus ma- nos a ella: luego colocaron sobre su ros- tro un velo, destinado a cubrir sus lá- grimas, y a ahogar sus sollozos. Hubo un momento de gran silencio en derre- dor de la columna: todos aguardaban con angustia indefinible la orden del Procurador. Y cuando el Procurador hubo dicho las palabras tradicionales anda, lictor, azótale con vigor y precau- ción, el verdugo comenzó a descargar azotes lentamente sobre la carne palpi- tante de Jesús. A cada azote que recibía, sacudíase su cuerpo con espantosa conmoción. Pronto la piel se desprendió en san- grientos girones; los costados descarna- dos dejaron ver los huesos; ¡juntáronse unos con otros los cardenales; y el cuer- po de Jesús, de complexión la más per- fecta de cuantos la humanidad ha po- dido presentar, quedó el más lastimado de cuantos cuerpos han sido sometidos a tormento. | La flagelación llegaba a su término;
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