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oídos a las súplicas de su Hijo. De es- te modo, abandonado de Dios y de los hombres, llevaba Jesús el peso de nues- tras iniquidades y de la cólera celeste. De su cuerpo corrían hasta el suelo a manera de gotas de sangre. Contemplemos a Jesús en el huerto de los Olivos. Héle allí prosternado y aba- tido, gimiendo bajo el peso de nuestras iniquidades, no atreviéndose siquiera a mirar al cielo. Ante sus ojos pasan, co- mo un cortejo fúnebre, todas las espe- cies de pecados que va a expiar: los pe- cados de los reyes y de los pueblos, los pecados de los ricos y de los pobres, los pecados de los padres y de los hijos; y ante esos torrentes de iniquidad, vió distintamente, las maledicencias y blas- femias, las impurezas y escándalos, las traiciones y las venganzas. ¡Oh, qué vi- sión tan pavorosa! A dónde que vuelva los ojos, no ve Jesús más que aluviones de pecados. El Profeta le había visto bajo esa inundación y le había oído ex- elamar: sálvame, Dios mío, que las aguas han legado hasta mi alma. |
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