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Capitulo XII. 95 Como el profeta decía todo confia- do «in te Domine speravi,» así las almas, en medio de las revueltas y apuros de la vida, columbrando el faro eucarístico y viendo la Hostia de salvación, dicen: «Tú eres, Señor, mi única esperanza.» Dios conocía la necesidad que teníamos de una esperanza, y nos ha abierto de par en par las puertas del mejor tem- plo, del mayor asilo, del mejor refugio, su corazón eucarístico. Las incertidumbres y las desespera- ciones del antiguo paganismé han des- aparecido. En los días de orgullo y de alejamien- to de Dios, cuando el hombre se cree bastante fuerte por sí mismo, se anubla la estrella de la esperanza, porque Dios abandona al hombre en su orgullo, y el orgullo humano es impotente. Aquel mundo, por medio de los pro- fetas judíos, lloraba la iniquidad en que se hallaba sumido y decía: «He aquí, Señor, que estás irritado porque peca- mos y nos obstinamos en el pecado. Se- ñor, tú eres nuestro Padre y Creador, y todos somos obra de tus manos.» (1) Isai LXIV,

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