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trataron de celebrar la destrucción del imperio de la Iglesia, como si al tomar á Roma se hubieran venido al suelo todas las columnas del templo santo. Pero han visto los enemigos de la cruz que, no embargante eso, la Iglesia perdura; que lleva la cabeza sobre sus hombros y la tiara sobre la cabeza; que aun queda una Roma espiritual, la Roma de las almas, que diría Weuillot; la Roma de la fe y de la moral, como la llamaría Donoso Cortés. Los enemigos en el vértigo de sus odios anticristianos amenazan ahora con nuevos atropellos, y cambiando de táctica, van en la lucha al corazón, acaparando el imperio de las almas, sofocando la fe, corrompiendo la mo- ral, llenando de corrosivos todas las fuentes, sembrando de errores todos los caminos y creando en los Estados y aun en las Iglesias parciales un am- biente de insubordinación y de guerra contra la potestad espiritual y docente de Roma, que hace casi impracticable en el exterior la confesión de la fe. El remedio del mal, la V. O. T. Esta es la condición de los tiempos, la índole de la lucha, la situación de las cosas, nada halagieñas por cierto, deplorable por demás, y que exige pronta urgentísima solución, pronto y eficacísimo remedio. En esta lucha han de verse cara á cara, cuerpo á cuerpo, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas; el error y la verdad: Dios y Lucifer. En esa lucha esperaba León XIII habían de demostrar los verdaderos terciarios tanto valor como piedad, serún confiesa en su Encíclica Auspicato que lo demostraron yuestros antepasados. Sin dejarse deslumbrar por las oleadas de dorada luz ni por el radiante fulgor de la antorcha de las ciencias, los terciarios mantuvieron incólumes los derechos de la fe en las luchas de los innovadores, y primero Raimundo Julio en la filosofía, Lope de Vega en. el drama, Calderón en la. poesía, Cervantes en la literatura, y más tarde, García Moreno en el Ecuador y Daniel O'conell en Irlanda desde el alto estrado de su posición fueron incansables debeladores contra los deificadores de Satanás, y aguerridos campeones que la V. O. T. dió á la Iglesia en defensa de la fe. Mientras la revolución doctrinal del si- glo xv1 y la revolución sectaria del xix dejaban subir á lo alto las llamas eri- zadas de su fumosa tea, la humilde sumisión de los terciarios de la corte de Carlos 1 de España y de Felipe 11 y los hijos de aquellos padres que escribieron las páginas de la /ndependencia, contrastaban admirablemente é hicieron decir á un célebre escritor que aún San Francisco vivía sosteniendo con sus hijos los muros de Letrán. Yo no sé si alguna vez habréis oido hablar, no sé si habréis podido lzer en alguna parte aquellas largas procesiones de terciarios que en los siglos XvI y XVI presenciaba Madrid; no sé si pararíais mientes en el efecto moral que esas pro- cesiones de nobles y cortesanos producirían en los ánimos de los que las pre- senciaban. Yo no sé si os habréis fijado en el inmenso número de terciarios que contaba nuestra nación y en su organización y vigorosa vida, desde hice muchos

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