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a as pueden servir de fundamento,' de norma, de modelo en un negocio, y menos todavía en el asunto que en los presentes párrafos ventilamos. disposiciones y Ccon- diciones y obligaciones de que no se habla, que no se Citan, a que ni siquiera se alude en el instru- mento generador de la gracia ni en ninguna ins- trucción aclaratoria o complementaria; no se nos alcanza qué estofa de razonamiento habría de em- plearse para llegar a tan desatinado extremo. Pa- récenos que la somera indicación que en el pre- sente párrafo se contiene, proyecta suficiente cla- ridad para dar por conclusa la cuestión, excusán- donos. de ampliar más los argumentos. Pero no queremos resistirnos a la idea de seña- lar otra faceta del asunto cuña elucidación nos hemos aventurado a acometer. Recuerde el pacien- te lector lo expuesto en nuestro anterior artículo acerca del modo cómo deben ser interpretados los privilegios, que no es razón ni consiente la Santa Iglesia lo sean al tenor de los antojos: de nadie, sino en consonancia perfecta, de estricto acuerdo con las prescripciones vigentes en la materia, es a saber: según su mismo tenor, tal como suenan, sin extenderlos ni restringirlos, sin aumentarlos ni empequeñecerlos; y cuando la inteligencia del con- texto ofrezca duda, latamente, con amplitud, de modo favorable. Repare asimismo en que someter un privilegio a las contingencias y alternativas de otro, equivale a crear para el primero una grave y muy pesada obligación; significa limitar la gra- cia. notablemente. Ahora, con este aparejo, torne a leer, si es preciso, el párrafo penúltimo, y pa- rando su atención en las cláusulas segunda y ter- cera, arraiguejen el alma la certidumbre de qué no hay nuevas, ni siquiera vislumbres de documento al- guno en que la suprema Autoridad de la Iglesia A ce a nr

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