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llevaron el terror de sus armas hasta los confines del Oriente, sino tambien con vosotros, distinguidos hijos de esta ciudad, cuyo valor y heroismo brilla en gran ma- nera entre los muchos trofeos del suelo de Castilla, y cuya felicidad y sensatez es un proverbio que os dara una memoria eterna en todas las naciones. Sin embargo, preciso es decir una verdad, aunque se sonrojen nuestras mejillas: el deseo de medrar y valer es una especie de contagio de que apenas se salvan los mas prudentes; en general, es muy dificil que los altos man- - datarios sean amigos de todos, porque el hombre es por su naturaleza poco amigo de. aquel que lo corrige. Mas — cuando el nombre del mandatario es pronunciado por todos con satisfaccion y alegria, jah! sefial es de que ha sido el padre del pueblo, sefial es de que no ha sido venal, sefal es de que ha castigado el crimen y favorecido 4 la virtud, y enf6nces no manda 4 stibditos, sino 4 ‘amigos; enténces todos sin distincion se interesan en su felicidad. Testigo de esta verdad es aquel principe de la Idu- mea, cuya historia os he referido al empezar. Oid lo que él dice de si mismo al estar con sus amigos que lo con- solaban en su desgracia: «Cuando yo salia 4 Jas puertas de la ciudad y me preparaban el asi¢nto para hacer jus- ticia, veianme los jévenes licenciosos y huian de mi pre- sencia, y los ancianos se levantaban y se estaban en pié; los principes cesaban de hablar, y ponian el dedo sobre _ la boca. Cuantos me oian hablar me Jlamaban dichoso, y cuantos me veian daban testimonio de lo que me ama- ban.» Hasta aqui, Job. Ved, sefiores, un principe bien quisto de sus vasallos; ved un hombre dichoso en medio de un pueblo sensato. Y gsabeis por qué? Continuad oyen- do. &Yo habia librado, dice, al pobre que clamaba justicia, y al huérfano que no tenia quién lo ayudase. La bendi- cion del que iba & perecer caia sobre mi, y consolé el co- razon de la viuda; me vesti de justicia, y revestime de-

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