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mos para ingerirnos en indagar su conducta, en investi- gar sus acciones y en examinar su vida? Lo encontra- remos en el Evangelio, que es la norma de las costum- bres? No: slo nuestra propia malignidad es la que los impele; sdlo la corrupcion de las costumbres puede auto- rizarlo, y sdlo la ceguedad del siglo en que vivimos pue- de permanecer insensible é irreflexiva en una materia que tiene tan intima relacion con la conservacion de los vinculos sociales y religiosos. Preciso es decirlo, para vindicar desde este lugar los derechos del fticangelio: tan altamente ultrajados: la so- ciedad humana se gloria de haber legado ‘al apogeo de su ilustracion: hoy son los hombres religiosos por prin- cipios; hoy cada uno tiene garantizados sus derechos, se respetan sus propiedades, su persona es invulnerable, el trato social es cordial, sincero; gquién lo negara, sin _ incurrir en la‘nota de ignorante y de poco versado en los suaves modales del siglo xrx? Asi lo oimos decir& cada paso; asi lo leemos en los innumerables periddicos. que ven la luz publica; pero jay! todas estas son voces sono- Tas, razones especiosas, que desaparecen como el humo, y yo publico, sin temor de ser desmentido, que todo es engafig, mentira, falsedad, error y charlatanismo de los hombres frivolos de nuestra edad. El alma de la socie- dad, el pabulo de las reuniones, no es otro que la inves- tigacion de la vida del prdjimo. Se inquiere su proceden- cia, se examina su conducta, se ventila su modo de vi- vir, y como si cada hombre fuese un juez, se pesan en la balanza de la razon las causas y los motivos gue cada uno tiene para hacer ui omitir tales y cuales acciones. Entrad por un momento en una reunion; fijad vuestra atencion en cuanto hay en vuestro derredor: vereis per- sonas compuestas y adornadas, personas de modales cul-. tos, de conversacion ilustrada, de exterior halagiiefio; todo es dulzura, todo atrae, todo encanta; pero pasada

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