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~ abominable lujuria que con la fuerza del rayo los condu-— cia 4 todo exceso. A qué extremo hubieran llegado las cosas, solo Dios lo sabe; pero séanos licito aventurar una conjetura con acierto, fijandg la vista en lo que han | hecho en tiempos'posteriores algunos hombres gigantes- cos, como los del primer periodo del mundo, en maldad y en poder: mirad 4la magnifica Roma incendiada horroro- samente; entre sus ruinas perecen\indistintamente el nifio, el anciano, la virgen, y el sacerdote, y el senador, y el consul. sQuién ha aplicado la tea de destruccion 4 sus palacios de mérmol? ; Ah! Un hombre insaciable en sus impudicidades nefandas, Neron, aquél monstruo cuyo: corazon tuviera mas extension para el crimen que la que fijaban los limites de su imperio; tras de él vienen los Caligulas, los Adrianos y otros muchos verdugos de la humanidad, que unen 4 la ferocidad de una hiena toda la voluptuosidad de las bacanales. Y 4 para qué remove- mos las cenizas de aquellos séres pavorosos cuya memo- ria apenas mueve el corazon, por ser ya anticuada? Pre= guntad a vuestros abuelos, y os diran lo que pasara hace sesenta aiios en medio de un pueblo que fuera antes reli- gioso: la cruel guillotina no cesaba hasta que sus filos se habian embotado a fuerza de cortar cervices; todo el pla- cer de los verdugos consistia en ver las ciudades populo- sas convertidas en cementerio general; el venerable Pon- tifice caia junto con el nifio recien nacido. Al ver tanta es- cena desangre, se hubiera pensado justamente que la hu- manidad iba &@ entrar en el sepulcro, y ciertamente suce- diera sino hubiese una causa primera, que vigila sin intermision por conservar la obra de sus manos. Es pre- ciso confesarlo: todos esos tigres humanos se deleitaban igualmente en derramar la sangre de sus hermanos, como en abusar de todas las virgenes; en reducir a ceniza las ciudades populosas, como en entregarse 4 los crimenes nefandos.

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