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Recuerdo el caso de aquel buen hombre que vi­ víadesahogadamente, dedicándose altransporte en un carrito tirado por un borriquillo, propiedad suya; aficionado a la bebida, le dio por irvendiendo todo cuanto tenía en casa para sostener su vicio, hasta que por fin, no teniendo ya más que el carro y el animalito, losvendió también quedando en la mi­ seria. Una fría noche de invierno, mientras yo dormía en mi cueva de la Ribera del Manzanares, oí que me llamaban desde fuera a gritos: «Padre Laurea­ no,padre Laureano, confiéseme, confiéseme»... Era mi hombre que, hecho una cuba, quería hacer lo que tal vez raras veces había hecho en su vida: confesarse. Días después me enteré con pena que el pobreci- to, bebido como siempre y tendido a lo largo de la víade ferrocarril, fue aplastado por el tren. Por desgracia, el viciode la embriaguez cuenta con numerosos clientes en los suburbios de nues­ tras ciudades y tal vez con mayor número que en éstas. En ocasiones, el motivo de empezar a darse a la bebida puede encontrarse en el deseo de olvidar la situación precaria de la propia fa­ milia. Fue en uno de los suburbios de Madrid. Afeaba a un pobre obrero su conducta por gastar en la taberna el jornal que tanto necesitaba su familia: «¿Y qué quiere usted, padre, que haga? — m e res­ pondió— ,al menos mientras duran los efectos del vino no siento las desgracias de casa.» 66

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