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cuales mostraron gran interés en conseguir la aprobación. En una de las cartas que recibí del último me decía, entre otras cosas: «He recibido su carta y bien sabe cuánto es el deseo que tengo siempre de servirle por lo mucho y muy bien que usted ha servido a la dió­ cesis. Pero me parece que hay que tener un poco de paciencia porque la Sagrada Congregación suele proceder con calma en estos asuntos. .» Conservo en mi poder, como grato recuerdo, las ocho cartas de diversas personas curiales, en las que manifiestan su buena voluntad por ver de abreviar lo posible los trámites exigidos para la aprobación. Por dos veces m e presenté personalmente en Roma para recomendar el asunto. Mis dos entre­ vistas con elCardenal prefecto de la Congregación de Religiosos, monseñor Antoniutti, no pudieron ser más alentadoras y agradables. Las dos veces me habló con entusiasmo de aquel célebre encuen­ tro con «mi gente» en el bar io de los Polvorines, repitiendo sonriente aquel famoso estribillo: «Ay, padre Laureano, no se vaya usted, etc.». Todo muy encantador y simpático, pero al llegar a lo de la erección de las misioneras en con­ gregación, a las que él conocía personalmente y delque todos los años recibíamos en dos épocas generosos donativos, se contentaba con sonreír y darme buenas esperanzas, aconsejándome «pacien­ cia». En fin, que las cosas de Roma van despa­ cio, porque es eterna. 222

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