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A su regreso para Uruguay, al pasar por Madrid, puede visitarle y hablarle, en el convento de PP. Capuchinos, Plaza de Jesús de Medinaceli, 2.» Días después de esta entrevista, recibo en el mencionado convento de Jesús de Medinaceli la visita de un venerable señor obispo, no muy en­ trado en años, alto, grueso, pero de aspecto cansi­ no y enfermizo. Me saluda y correspondo a su saludo. M e inclino para besar su anillo, pero él oculta su mano; le invito a tomar asiento y rehúsa el hacerlo si antes no lo hago yo.Su aspecto humilde y sencillo me encanta. Sin más preámbulos, inicia la conversa­ ción. «Soy — me dice— un obispo uruguayo, que resi­ do en una diócesis llamada Minas, a no mucha dis­ tancia de Montevideo. En mi diócesis, como en todas las de Uruguay, se siente la escasez de reli­ giosas para atender a las necesidades morales y espirituales de los fieles. Como a causa del laicis­ mo delestado, está prohibida la enseñanza de la religión en las escuelas, los niños, que llegan a mayores, viven al margen de la religión o en su indiferentismo lamentable. La gente es pobre de bienes materiales pero, sobre todo, de bienes es­ pirituales. Quisiera encontrar personas de confian­ za en quienes pudiera apoyarme, almas consagra­ das a Dios, que me ayudasen en casa y fuera en lasobras de apostolado.. Pensando en esto, expuse mis deseos al P. Agatángelo, el cual me habló de lacongregación por usted fundada, llamada «Misio­ neras Franciscanas del Suburbio», por si pudiese 189

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