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del buen camino que llevan sus gestiones y me aconseja que m e presente loantes posible en Roma para terminarlas favorablemente. Acepto lainvitación y,previa autorización de mis superiores, tomo el avión y tras pocas horas de vuelo, me traslado de Madrid a Roma. En el aero­ puerto me espera este mi ángel de la guarda, y en su compañía, llego a nuestro convento de Bomcom- pagni. Al día siguiente, un amplio recorrido en el co­ che del padre por los diversos suburbios, ya visi­ tados por él. Cuatro eran los principales. Uno si­ tuado a orillas delTíber, nada aconsejable por los frecuentes desbordamientos del río y lo insano del lugar; otro al norte de laciudad, al que atendían ya unas monjas; otro llamado a desaparecer por en­ sanche de laciudad, y otro, al sur,distante 13 kiló­ metros del centro, llamado Borgata degli Arcacci. Juzgué que éste sería el que reunía mejores con­ diciones para instalarse en él las hermanas, tanto más cuando que el sacerdote que lo atendía se mostraba muy complacido y dispuesto a aceptar la fundación. Por desgracia, una grave enfermedad leobligó a abandonar la borgata, siendo reemplaza­ do por otro nada entusiasta. Contaba en aquel entonces la borgata o suburbio con las cinco mil familias modestas, que ocupaban humildes casitas construidas por ellas mismas, en una zona verdeante y hermosa. El carácter de la gente era amable y bondadoso. No obstante, pertenecer la gran mayoría al comu­ nismo, se mostraban deferentes y respetuosos con 154

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