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cial de las mismas, merece ser despojado de ellas por el Estado. Cuando a diario se contemplan tantas familias que malviven en los suburbios, privadas de lo más elemental para llevar una vida decorosamente hu­ mana: padres de familia sin trabajo y sin medios para acallar los gritos de losestómagos vacíos de sus hijos que piden «pan, pan»...; cuando tantos mendigos Lazaros esperan en vano las migajas que caen de la mesa de tantos Epulones...; cuando ob­ servamos, por otra parte,el derroche de tantas otras en orgias,espectáculos y lujos exhortan­ tes, vienen a la mente los teribles anatemas lan­ zados contra los ricospor Jesucristo: «¡Ay de vos­ otros, los ricos!»... «¡Qué difícil es que un rico entre en el reino de los cielos!...» Y es difícil, porque si donde está el tesoro alí esta el corazon, el corazón del rico está,no en el remo de los cielos, sino en los cupones delBanco, en los negocios, en losvestidos, en las tieras en la casa, en los placeres terrenales que provienen de las riquezas. Mas guardémonos de incluir a todos los ricos en las maldiciones lanzadas por Cristo contra los neos. Ricos ha habido, los hay y los habrá hasta laconsumación de los siglos, merecedores de toda fór miS P°r h.abe^ e m P|eado sus riquezas en conformidad con los designios del Señor. No podía Jesucristo condenar a todos los ricos cuando sabemos por el Evangelio que se relacionó urante su vida publica, no sólo con los pobres sino también con los ricos o bien acondicionados,’ 99

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