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por la muchedumbre que la ro- deaba, sacó un rosario y principió a rezarlo. Bien pronto sus ojos pa- recieron recibir y reflejar una luz desconocida, quedándose fija, y deteniéndose maravillada, exta- siada, radiante de felicidad, en la abertura de la roca. Miré en aque- lla dirección y nada ví, a no ser las desnudas ramas del rosal sil- vestre. Y no obstante ¿que os diré? Ante la transfiguración de la niña, todas mis preocupaciones ante- riores, todas mis objeciones filo- sóficas, todas mis negaciones preconcebidas, cayeron de un gol- pe, haciendo lugar a un senti- miento extraordinario que me sobrecogió a mi pesar. Sentí la

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