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rable hermosura, cubierta con un velo blanquísimo, más que la nieve que corona la cima de las próximas colinas, y ceñida con un cinturón azul. Los pies de tan ad- mirable hermosura descansaban sobre la roca, rozando ligeramen- te el ramaje de un rosal silvestre y dejando ver sobre cada uno de ellos una rosa de oro. Sus manos cruzadas tenían un rosario, cuyas cuentas de alabastro, engarzadas con cadena de oro, se deslizaban entre sus dedos, guardando, sin embargo, un silencio misterioso. Los ojos de la excelsa Señora se habían fijado llenos de benigni- dad en la niña, que se hallaba asombrada, extasiada y como fue-

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