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si cén, y el pueblo incrédulo o apdstata que llena la plaza, se entabla el siguiente didlogo: —éQué pasa pueblo querido? ¢ Quare contur- bas me? éQué os ocurre, amados hijitos? —Venimos a pedir a la ciencia un remedio pa- ra nuestras desventuras. — Bravo, hijos mios/ Ya se conoce que tenéis sentido comin que es el menos comin de los sen- tidos. Pues yo soy ahora el representante de esa ciencia jY qué ciencia, queridos, qué ciencia! pro- funda y ademas elevada; profunda hasta los abis- mos, y elevadu hasta el cubo. ¢Qué queréis? gqué desedis? Ella lo sabe todo, y lo puede todo. ¢Que- réis volar? ¢Queréis ver las manchas del sol o el anillo de Saturno? ¢os gustaria ver microbios pe- quefiines, pequefiines?... —Nada de eso. Queremos vivir, necesitamos ser felices. ‘ —Muy bien. Y como la necesidad tiene cara de hereje, acudis a mi. gNo es verdad? Eso es. Pues no os dejara la ciencia en las astas del toro. iNo faltaba mas! Con que vaya, hijos mios, pened- me sobre la pista y yo por el hilo sacaré el ovillo, y 0s pondré en seguida al cabo de la calle: con que équé tal va eso? ¢guomodo valetis? éAndais ma- luchos? o ¢esta vuestra salud, asi, nadando entre dos aguas, como si dijéramos, entre Pinto y Val- demoro? Hablad, hablad, que la ciencia escucha. —Doctor, nuestro cuerpo funciona admirable- mente.
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