BCCPAM000542-2-34000000000000

486 podemos afirmar que con sólo haber existido la Madre de Dios, había lo bastante para alabar y bendecir á su Hijo por su omnipotencia y grandeza, pues hay tanta armonía en los afectos de su alma, que des- aparecen ante ella todos los ángeles con sus jerarquías y sus coros. Es preciso considerar que no ha habido ea el género humano dos corazones que se hayan amado tanto como el de Jesus y el de su Ma- dre; mejor dicho, es preciso tener en cuenta , que todo el amor de los ángeles y de los hombres juntos, comparado con aquel amor, es un témpano de hielo puesto en parangon con un volcan de fuego. Tam- bien importa mucho no olvidarse de que ningun hombre ha amado su propia vida tanto como Jesucristo , porque era de un valor infinito y no podía ménos de amarla segun su dignidad; ni tampoco ha habido ma- dre, ni puede haberla, que haya amado la vida de su hijo como la Virgen, porque su Hijo solo vale más que todos los hombres juntos. La maternidad divina entrañaba todo esto, un conocimiento easi ilimi- tado de su propia dignidad por tener un Hijo Dios, y un amor corres- pondiente á la misma dignidad y á las relaciones de filiacion y materni- dad, que se entablaban entre Dios y su Madre. Cuáles y cuántos sean los quilates de este conocimiento y de este amor, es eso un secreto que no puede llegar á comprender nadie más que la misma Vírgen, porque es Madre y es necesario serlo para comprenderlo; y en ver- dad , el amor de una Madre que tiene un Hijo Dios , sólo puede sen— tirlo la misma Vírgen y comprenderlo totalmente el mismo Dios. Otra cosa entrañaba además esta dignidad y era el tener un cono- cimiento cabal del motivo purque Dios se había hecho hombre ; pues así como el Hijo traía del cielo el mandamiento del Padre de morir por el mundo, así era necesario que la Madre supiese tambien que tenía que entregar á ese su Hijo á quien tanto amaba, para que diese su vi- da en sacrificio por los pecadores. Y en efecto, la Vírgen comprendió al poco de ser Madre , que su Hijo tenía que ser el blanco de las iras de los malos, y que ella misma se vería con el alma traspasada por espada cruel, «l ser testigo de la muerte de su Hijo (1). Contémplese por un momento la majestuosa serie de afectos que todo esto engendra en el corazon de esta Madre, y se verá la admira- ble elevacion de sentimientos hácia Dios. Participaba ella, dice un Santo Padre, de la caridad de su Hijo, y lloraba sin consuelo por los que se condenarían por su propia culpa (2). Había aquí ya dos afectos, dos amores que eran dos colosos: amaba á los pecadores de tal mane- ra, que diera su propia vida porque no se perdieran: pero su vida no valía para ese objeto , pues era necesario que fuese la vida de su Hijo. Y al pensar en esto, le salía al encuentro como un gigante el amor de ( ( 1) Luc. cap. 2, v. 34, 2) $. Amadeus, Homil. 3 de laudib. Virg.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz