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gr: qe E rra 360 arrastrar con sogas y cadenas por entre las piedras y guijos puntiagu- dos, y deseó ser ella la victima de tantas crueldades, por tal de exi- mir de ellas 4:su Hijo; pero no le fué concedido , ni:4un 'el: poder darle la: mano. Cómo una Madre haya tenido valor pará penetrar intrépida por medio de tantos y tan feroces verdugos ,-y cómo haya podido ir en pos de su Hijo, sin caer ella, cuando éste, que es la virtud del Pa= dre, se desmayaba en el viaje del Calvario, es un misterio incom-— prensible á nuestra débil inteligencia. Pero entre tanto, hemos de pensar; que María representaba en su persona y en sus acciones por aquellos momentos la persona misma del Eterno Padre: porque sien- do éste inmenso por esencia, no puede trasladarse de un lugar á otro, pues todos están dentro de su inmensidad : sin embargo , complacía- se desde el trono de su gloria en mirar á su inocentisimo Hijo, que con tanta obediencia marchaba al sacrificio, que él mismo como sacerdote eterno hacía de si mismo, como víctima de propiciacion por los pecados del mundo. Era el Padre Eterno quien tenía el fue- go del amor en que iba á arder y consumirse esta víctima: era él quien tenía tambien la espada de la justicia, levantada hasta que su Hijo inclinara la cerviz para recibir el golpe y morir, dando vida al mundo : y no pudiendo marchar tras de aquél que por nuestro amor se hiciera hombre, dió á Maria este fuego del amor, y esta espada de la justicia , para que el Hijo llevara la leña y la Madre la llama en que había de abrasarse la victima. María va, por tanto, como inves- tida de los atributos de la paternidad infinita para aceptar el gran holocausto, y decir al Padre que perdone al mundo, pues murió su Hijo. Con esta fe va marchando al Gólgota, y con la misma debemos seguirla nosotros para contemplarla al lado de la cruz, y aprender en su ejemplo cómo hemos de amar á Dios. Oh gloriosísima Madre, en ese valor con que has recorrido las ca- lles y plazas de Jerusalen tumultuaria, sin temer los aceros des- embainados, ni el furor de los sayones, no podemos ménos de reco nocer á aquella alma enamorada toda de Dios, que decía que iría á la montaña de la mirra y al collado del incienso (1). Marcha, oh Princesa generosa; marcha, que cuando tu Hijo sacratísimo ofrezca su sacrificio y suba al cielo el olor suavísimo de su oracion, tambien subirán los preciosos aromas de tu martirio, y así el mundo será salvo. Mira ahora, oh Reina de los Mártires, desde el cielo á la Igle- sia santa de tu Hijo, á cuyos pastores y ministros intentan los suceso res de la sinagoga llevar 4 un Calvario de hiel y de amarguras , des- pojándolos de la gloria que tu Hijo les dió, y queriendo quitarles la (1) Cant. cap. 4, v. 6.
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