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perdieron por sobra de trato y comunicación. Toda- vía no he visto un alma lánguida y enferma porque su director le hable ó la dirija poco; pero conozco muchas enfermas é incurables por exceso de direc- ción. Fueron, como dice un poeta, «Flores de almendro, que salieron temprano, se helaron presto.» Aquí me podrás objetar, amada Teófila, que hu- yendo de un extremo voy á caer en el otro; pero no es así. No soy delos que miran al director como un objeto de lujo, pues te he probado antes de ahora su importancia y necesidad; pero sí sostengo que su trato muy frecuente tiende al servilismo: y como el servi- lismo es la gangrena de la vida espiritual; y como yo amo tanto la santa libertad de espíritu, por eso 1n- sistoen el asunto. ¿Qué tienen que decir esas perso- nas que cada día pasan una hora en el confesonario? Probablemente hoy lo han pasado como ayer, y ma- fñiana lo pasarán como hoy: pues ¿qué tienen que ha- cer allí? ¿Cambiar de plan ó de método cada día? Eso es una locura. ¿Aprender nuevas lecciones? Ojalá que hubieran puesto en práctica las antiguas. ¿Tomar nuevos remedios? ¡Ay! antes es preciso que.los pri- meros surtan efecto. El oficio del director es análogo al del médico aunque la materia de cada uno sea muy- diferente; y de ambos debemos usar parcamen- te, y sólo cuando se trate de la salud del alma ó del cuerpo; que entonces no hay por qué escasear las .v1- sitas, ni evitar su trato por no causarle algún trabajo. La naturaleza de su oficio y nuestro propio interés están pidiendo que seamos francos, sencillos y claros con nuestro director. Nuestros pecados, tentaciones, inclinaciones buenas ó malas, las pasiones que nos do- minan ó nos combaten, las penitencias, mortificacio- nes, rezos, devociones, inspiraciones y luces que, sen- timos, las ocupaciones diarias y nuestros métodos de
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