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quebrantamiento de su divina ley. Si el alma, pues, no siente otros placeres interiores que sirvan de con. trapeso á los exteriores, ¿cómo es posible que camine contra su propia inclinación? Si no percibe delicias celestiales que se sobrepongan á las delicias terrenas, ¿cómo se sostendrá en el camino de la virtud? Si no experimenta consolaciones y atractivos espirituales que sobrepujen á loshalagos de la carne y á las seduc- ciones del mundo, ¿cómo es posible que esa almaarri- be 4 la perfección? Además, que para ser, no digo ya perfectos, sino simplemente virtuosos, necesitamos dos cosas: perseverancia en la oración y constancia en la mortificación. Y ¿quién es el hombre que, sin haber sentido nunca las consolaciones divinas, persevera en el ejercicio de la oración? ¿Quién es el que ama la mor- tificación, hasta el extremo de ser constante en prac- ticarla toda su vida, sin haber sentido jamás la dul- zura espiritual, los regalos divinosó cualquiera otro auxilio de lo alto? Quis est hic, et laudábimus eum? En apoyo de la razón viene aquí la Escritura Sagrada, y en el libro de los Salmos (por no citar otro), confiesa David que corría derechamente por la senda de los mandamientos divinos, cuando Dios dilataba su co- razón con las dulzuras espirituales (1). Y por eso ex- clama muchas veces: ¿Cuándo me consolarás, Dios mío? (2). ¡Haz que tu misericordia me consuele! (3). ¡Vuélveme la alegría saludable de tu presencia! (4): y obras expresiones por el estilo, de que está lleno todo el Salterio. Por eso, te repito, que sí; que es lícito desear los consuelos divinos, y que, á imitación del Profeta-Rey, debemos pedirlos y procurarlos con humildad; y di- go con humildad, porque la mejor preparación para O ea ETT il Bl A (1) Psal. 118. (2) Psal. 118. (8) Psal. 118. 4) Psal, 20.

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