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242 aun las puramente naturales; significa hacer de la voluntad divina la única regla de nuestras acciones con exclusión de todos los motivos humanos; signifi- ca, por último, buscar en todas nuestras obras, no la satisfacción y el contento nuestro, sino el agrado y complacencia de Dios; y á esto es á lo que se opone directamente el espíritu humano con pertinaz resis- tencia. Por consiguiente, nuestro primer cuidado debe ser desalojar al espíritu humano del lugar que ocupa en nuestras acciones, para llenar ese lugar con la purísima esencia de la gracia. El espíritu humano se mezcla en nuestras buenas obras de dos maneras; inspirándolas, con cierto impulso que nos da hacia ellas, y dándonos gusto y facilidad parn realizarlas; y ambas cosas merecen ser examinadas detenidamen- te. Vamos, pues, á ponerlo en ejecución. Hay ocasiones en que, sin preceder causa suficien- te para ello, sentimos dentro de nosotros una alegría extraordinaria, gran fervor sensible y mucho consue- lo espiritual, lo cual nos hace creer que estamos lle- nos del espíritu de Dios. Pero ¡ay! que muchas veces nos engañamos, porque todo eso obedece á solapadas inspiraciones y taimados impulsos del espíritu huma- no. Ha pasado algo que por lisonjear á nuestro amor propio, nos ha sido grato, lo cual ha bastado para dilatar el apetito sensitivo, llenándonos de alegría natural; con esta alegría se ha mezclado un poquito de devoción, la suficiente para darle un tinte de pie- dad; esa tintura de piedad ha producido en nosotros cierto fervor sensible; y todo eso nos ha hecho creer que estábamos llenos de la gracia divina, cuando en realidad no hacíamos más que sentir la influencia del espíritu humano. Y prueba de que ello es así, la tene- mos en que de ordinario ese fervor se entibia y esa alegría desaparece, sin haber dejado en nuestras al- mas frutos de virtud: señal cierta de que era el es- píritu humano y no el espíritu de Dios el que obraba en nosotros, pues cuando el espíritu de Dios llena á