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215 tras otra, y un mes detrás de otro, haciendo su ora- ción diaria,y nise corrigen de sus defectos ni se notan en ellas adelantos visibles; lo cual es buena prueba de que la oración por sí sola no es bastante para la per- fección. Se me podrá objetar que las personas á que me refiero son locuaces, criticonas, caprichosasé irri- tables, y que por eso no adelantan; pero como quiera que esos defectos que impiden el fruto de su oración y mortificación proceden en parte de la falta de esos sentimientos de contrición, se sigue evidentemente lo que me proponía probar, esto es, que ese dolor habi- tual y afectuoso de las culpas, esa cosa interior que tú sientes, es indispensable ó á lo menos muy nece- saria para progresar en el camino de la virtud. En confirmación de lo dicho, quiero hacerte una observación. Examina tu vida toda entera, 4 ver lo que hay en ella que más se asemeje á la vida de un san- to; y si tienes ojos para mirarlo, verás que lo que más se parece en tu vida espiritual ála vida de un santo, es- ese afecto doloroso, esa pena interior, ese sentimiento indefinible de que tú me hablas, y ese sentimiento, ese dolor y esa pena los hallarás en la vida de todos los santos, aun en la de aquellos que fueron más ino- centes y puros. Puro como un ángel fué San Luís Gonzaga, inocentecomo una paloma Santa Teresa de Jesús, y sin embargo, esos afectuosos sentimientos de contrición formaron el carácter de sus vidas, como ha formado siempre en mayor ó menor escala el ca- rácter de todos los santos. Más todavía: los impios y los santos se diferencian radicalmente, en que los primeros no tienen ni pueden tener ese dolor, al pa- so que los segundos lo poseen en sumo grado, según podemos colegir del lenguaje que la Sagrada Escri- tura pone en boca de unos y otros. Pequé— dice el impio—¿y qué mal me ha venido por eso? (1). Pequé, Dios máo—dice el justo—¿qué haré para desagraviarte? 1) Eccli., v, 6.
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