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«cuando oyes decir una blasfemia, que aunque te ho- 171 miralo como cosa ajena, y pórtate en esos casos como rrorices y te dé pena al sentir aquella mala palabra, al fin te consuela el pensar que no eres tú, sino el otro quien la dijo, aunque tú la sintieras decir. Ho- rrorízate, que es muy justo, de que el demonio diga y haga, hable y ubre en tí, como demonio que es; pero consuélate de que no eres tú la que habla y obra, aunque sientes lo que él dice y lo que hace. Ten confianza y fe viva, que tras la tempestad vendrá la calma, y tras ausencia tan dolorosa, la visita del Amado. Aqui me podrás decir que tanto como la ausencia, y las tentaciones, y la desolación de espíritu, te ator- mentan los rudos golpes que el Señor descarga sobre tu alma. Sea en buena hora, que no quiero disputar- te la triste satisfacción de sentir todas tus penas: pero has de convenir conmigo en que esos golpes, por más que te duelan, te hermosean mucho á los ojos del Esposo Divino. Los golpes que Dios nos da, no son como los del rústico labrador que despedaza un tronco para el fuego; son como los del sabio escultor que pule un madero para hacer de él la imagen de un santo. Cuando el oficial coge un tronco nudoso y ás- pero, y comienza á desbastarlo con la azuela para la- brarlo después; si el madero estuviera dotado de sen- sibilidad, al sentir el rozamiento de la garlopa, las heridas del escoplo, el taladrar de la barrena, y el corte de la gubia, ciertamente que se quejaría y pen- saría que el escultor quería hacerlo pedazos; pero al ver que poco á poco se iba convirtiendo en esbelta y gallarda estatua; al ver que por fin tomaba la figura de un santo; y que lo ponían en los altares para ser honrado (no por lo que en sí fuera sino por lo que significaba), entonces, claro está que daría las gracias al oficial y tendría por bien empleados los golpes que recibió y los cortes que le dieron, puesto que á ellos debía su belleza y su transformación de rústico

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