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113 ciso traer encima tanta miseria. Y él, queriendo darle otra lección, contestó: Aunque no quieras, nos han de comer los gusanos. Iba á responder la santa un poco picadilla, cuando nuestro Padre San Fran- cisco la detuvo diciendo: Déjalo, mujer, que olvidado de su cuerpo, todo el cuidado lo pone en hermosear su alma. Cuando se alejó de allí la Santa, se puso á murmurar de ella un Santo padre, porque le pareció que cuidaba demasiado del aseo de su persona; tanto que San Bernardino hubo de tomar la defensa de su paisana, y decir: ¿Ves cuánta elegancia, cuánta belleza y cuánto aseo en su cuerpo? Pues infinita- mente mayor es la limpieza y hermosura de su alma. Santa Brígida acertó entre tanto á pasar por la estre- cha cueva, donde vivía abstraída de todo comercio humano la penitente Santa Rosalía. ¿De dónde vie- nes? le preguntó apenas la vió.—Vengo de Suecia, voy peregrinando á Santiago de Galicia, de allí pa- saré á Roma, luego seguiré la peregrinación á Jeru- salén, y de allí á donde Dios quiera.—¡Mujer, mujer! de ese modo no te harás santa, que pocos se santifi- can peregrinando.—Como yo no me haría santa, sería encerrada en una cueva de la manera que tú estás, y siguió su camino. ¿Qué más? Allá en una hermosa pradera estaban absortos en contemplación San Juan de la Cruz y San Hilarión, con otros muchos solitarios y Santos contemplativos. Cerca de ellos estaba San Roque, acariciando un pe- rrito que lamía sus llagas; á su lado la niña San- ta Inés jugando con un corderito; y un poco más allá el Patriarca Seráfico se entretenia con una ban- dada de aves á las cuales llamaba hermanitas mías. De repente apareció por allí San Fernando, rodeado «de cuantos valientes capitanes pelearon contra el moro en defensa de la fe; venía repitiendo un trozo de aquella arenga con que encendió el corazón de sus soldados el día que conquistó á Sevilla; y al oir el
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