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112 Crisóstomo en predicar; San Jerónimo en escribir, San Antonio de Pádua en misionar, Santo Tomás de Aquino en filosofar, Santa Teresa de Jesús en fundar conventos, San José de Calasanz en educar niños, San Lorenzo de Brindis en refutar á Lutero, Santa Isabel en dar limosnas, San Vicente de Paul en los hospitales, San Félix de Cantalicio en jugar con el Niño Jesús, San Pedro de Alcántara en hacer peni- tencia, San Francisco Javier en predicará los indios, San Luís Beltran bautizando negros, San Antón orando, y por decirlo de una vez, cada uno se ejerci- taba en aquello á que se veía naturalmente atraído por sus inclinaciones ó cualidades especiales. Pero lo más gracioso de todo fué lo que de aquí resultó: San Vicente Ferrer decía desde el púlpito ante numerosísimo auditorio: ¡Yo soy el ángel del Apocalipsis! Y el humilde David que lo oía, sospe- chando que aquello fuera soberbia y temiendo que se le pegara, contestaba: Yo soy un gusano y no un hombre, oprobio de los hombres y desecho de la ple- be. San Ignacio de Loyola andaba metido entre mú- jeres de mala vida, convirtiéndolas 4 Dios; y San Jerónimo que lo observaba desde su cueva, le grita- ba: con tantos años de penitencia entre estas rocas no he podido arrancar de mi mente la imagen de las voluptuosas mujeres romanas, ni verme libre deten= taciones impuras: ¿y tú, Ignacio, vas á buscarlas á su misma casa de perdición? ¿No yes que caerás mise- rablemente? A lo cual contestaba el héroe vasconga- do con esta sentencia del Evangelio: El Espíritu Santo inspira lo que quiere, por más que tú no sepas á donde va ni de donde viene su inspiración. Catali- na de Sena, la pulcra Santa Catalina, pasó junto á San Benito José de Labre, y al verlo tan haraposo y tan comido de miseria, iba á murmurar de él, pero como la caridad se lo prohibía, se contentó con de- cirle amorosamente: mira, hijo, para ser pobre no es menester ser sucio, ni para llegar á santo es pre-
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