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104 quiera orden de estos hace morir su propio juicio. Cede fácilmente á la opinión de sus iguales; á nadie juzga, á todos considera, y cuando se ve obligado á emitir su parecer, lo hace como quien no da impor- tancia á su propia opinión. Y si la mortificación del entendimiento es tan difícil, no lo es menos la de la voluntad, pues la perfección de esta mortificación consiste en tener un mismo querer y no querer con aquel que nos manda en nombre de Dios; en no tener más voluntad que la voluntad ajena, y en recibir los acontecimientos de la vida, con resignación y con- formidad;, con paz y alegría, mirándolo todo como venido de las manos de Dios. A estas mortificacio- nes hay que añadir la maledicencia de los otros, las desolaciones de espíritu y las recias tentaciones con que suele Dios probarnos; tres cosas á cual más terri- ble. Las tentaciones lo son tanto, que sirven de cri- sol al alma; las desolaciones llegan á tal extremo, que nos sirven de martirio; y la maledicencia es tan amarga, que David pide á Dios que le oculte bajo sus alas para verse libre de la contradicción de las lenguas: y á pesar de ser así, ninguna persona que aspire á la santidad dejará de probar estas tres clases de mor- tificaciones, en especial la última. Además de estas dificultades que en sí tiene la práctica de la mortificación, lleva consigo otros mu- chos peligros que sólo podemos evitarlos haciéndolo todo por obediencia. La indiscreción la singulari- dad, la obstentación y la propia voluntad, son cosas que convierten en mala á la mortificación, que de suyo es buena; pero sobre todo, la vanidad que pre- cede, acompaña ó sigue á la mortificación, no sólo le quita el mérito, sino que convierte el antídoto en veneno y la medicina en ponzoña, haciendo mortífe- ro ese remedio ordenado por Dios para curar las do- lencias de nuestra enferma naturaleza. Por eso aquí debemos procurar dos cosas: obediencia y sigilo; ha- cerlo todo con aprobación y ocultamente; tanto que,

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