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93 desde el momento en que ésa pasión llega ú a darse, el alma queda ciega, infatuada; y ni la virtud ni el talento, ni la sabiduría, ni la santidad, e ds del mundo basta pare detenerla en su camino de per- dición. Santoy sabio fué £Sn entre cuantos reyes empuñaron el cetro de Israel, y dice la Escritura que amó ardientemente á quien no debía, y se depravó su corazón. Depravatum est cor ejus. Por eso aconseja- ba nuestro seráfico doctor San Buenaventura á los religiosos, y yo te lo aconsejo á tí, cara Teófila (y contigo á todas las pon 25 que guardan castidad en el mundo, en especial á los sacerdotes), te aconsejo que té guardes de cuanto pueda servir de incentivo á ésa pasión, aunque el amor sea puro y con persona yir- tuosa, y trates cosas espirituales, y tu almase apro- veche con ese trato: con todo, guár «late mucho y anda con mucho recato, que ese amor puede degenerar fá- cilmente: que no se cansa el demonio de tener á uno entretenido mucho tiempo en eso, y todo lo da por bien empleado con tal de conseguir algún día lo que pretende. ¡Oh, cuán tristes casos te pudiera referir sobre este asunto! Si en algún punto se cumple irremisiblemente aquella sentenc ia del Espíritu Santo: El que despre- cra las Cosas pequeñas, poco á poco caerá en las grandes, es ciertamente en éste. Aquí el que desprecia lo poco cae sin remedio en lo mucho. Y lo llora tristemente San Agustín, cuando dice en sus Soliloquios: «A mu- chos hemos visto, y de otros nos han contado, que habían subido al cielo y colocado su nto, en las es- trellas, y, ¡ay! que no puedo acordarme deellos sin gran temor. ¡Cuántas de esas estrellas h: Mm caído del cielo!» ¡Cuántas castidades, más puras y finas que el márfil antiguo, han sido tiznadas, quemadas y redu- cidas á hedionda pavesa! ¿A quién no espanta lo que cuenta Lipomano de Jacobo el ermitaño, que, después deuna santa vida y de hacer muchos milagros, á los sesenta años de sufedad, vino á perder la castidad!

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