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as. 30 LA VIDA RELIGIOSA justicia y santificación, si no queremos que Dios nos castigue. Los frutos que más le agradan son los del amor y los del buen ejemplo: si hasta ahora los hemos dado, reposemos tranquilos y procuremos darlos siem- pre: pero si en vez de dar frutos de amor divino, he- mos impedido que los den otros; si en vez de edificar al prójimo le hemos desedificado, entonces “¡temamos! que no sabemos lo que será de nosotros, si no viene pronto la enmienda y la reparación. Cuando considero bien estas cosas, me espanto de ver que hay en el claustro religiosos que se la echan de antiguos y cuentan con énfasis los años que llevan en la religión, sin caer en la cuenta de que no son los años de hábito los que coronan á los religiosos, sino las buenas-obras y la santidad de su vida. Vivir mu- chos años en el convento y hallarse al cabo de ellos sin virtud, no es alabanza, sino vituperio; no es gloria, sino ignominia. ¿Qué diríamos de un estudiante que, pasados en la Universidad quince años, saliera con un caudal gastado en libros, y hecho un zoquete? ¿Podría éste gloriarse de los años que estudió? ¿Y podría glo- riarse una religiosa de los muchos años que lleva en el claustro, cuando en ellos ha derrochado un caudal de gracias, y es ahora más inperfecta que cuando en. tró? ¡Ah! el levar mucho tiempo en la religión sin dar frutos de santidad, más es digno de llanto que de gozo, porque eso indica que el alma, como arbol infructuoso, ha ocupado el lugar de otro que hubiera dado mucho fruto, ¡Y cuántos árboles hay de esos, por desgracia! Bien sé yo, querida Margarita, que tú no pertene- ces áese número; y aun supongo que, como buena re- ligiosa, habrás llenado los: dos primeros fines de tu yo- vación, es decir, que habrás aprovechado y habrás producido frutos de santidad. Mas es de saber ahora que Dios quiere algo más de nosotros. Además de dar
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