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rt pd a de es eS e 2 Az EA 360 FLORES DEL CLAUSTRO que la envolvía y volar por el espacio como las ayes. ¿Y qué era yo entonces:¡pobre de mi! sino una avecilla del aire, una flor del campo ó una ovejita eomo las que pacían en mi pradera? ¡Sí, Dios mio, sí! ¡Aún no te co- nocía yo más que por instinto, ni sabía que eras el Criador soberano del cielo y de la tierra! Siete años había cumplido y aún mis labios no habían pronuncia- do tu nombre mil yeces bendito, ni mi voz había can- tado tus alabanzas, ni mi lengua había formulado una plegaria. ¡Ay de mí, Jesús mío, y con qué pena lo re. cuerdo! ¡Aun no sabía rezar! ¡aun no me habían ense- ñado á conocerte ni sabía dirigirte una oración! ¡Qué pena! ¿Por qué las madres cristianas no enseñan á rezar á sus hijos desde que éstos comienzan á balbu- cear las primeras palabras? Otra cosa recuerdo de mi infancia que no puedo olvidar, y es la impresión que me produjo el mar la primera vez que tendií la vista por su dilatada superf cie. Muchas veces había oído hablar de él, del movi- mientó de $us olas, de sus furiosas borrascas, de los peces que surcan sus aguas y de las maravillas que en su seno encierra; pero al contemplar por vez primera desde un alto promontorio el líquido elemento con sus encrespadas olas heridas por los rayos del 501 ponien- te; al aspirar la fresca brisa que parecía nacer en aquella azulada llanura de movedizas ondas, cuyo in- cesante oleaje venía á estrellarse mansamente á mis pies; al percibir el continuo murmullo que con su eter- no bullir producen las aguas del océano, y no hallar por ninguna parte límites al Ponto alborotado, caí de rodillas, adoré á Dios, á quien ya conocía, y se desper- tó en mi alma la idea de su omnipotencia, de su in- mensidad y de su grandeza infinita. Cuando me levanté de allí me pareció-que dejaba de ser niña porque había visto el mar. ¡Quién habia
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