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4 LA VIDA RELIGIOSA Dices bien, querida Margarita, y aún te quedas muy corta. Los que, por razón de nuestro ministerio, vamos á dar ejercicios á las comunidades religiosas ó á confesarlas de extraordinario, somos los que pode- mos apreciar la grande necesidad que tienen unas de reforma, otras de instrucción, y todas de alimento es- piritual. Quizás no habrá una á quien no se pueda apli- car con verdad este lamento de Jeremías: Petierunt panem, et non erat qui frángeret eis. Pidieron pan, y no hubo quien se lo diera. Sé que en el claustro florecen las virtudes, como la hierba en el prado; pero también sé que todas las flores no son aromáticas, ni todas las plantas fructíferas: las hay estériles y de frutos amar- gos. Conozco á fondo el heroismo y la santidad de mu- chas almas á Dios consagradas; pero no se me ocultan los defectos y miserias de otras que abrazaron el mis- mo estado; y esas miserias y defectos los veo tan cla- ros, que el temor de sacarlos á relucir me hace casi de- sistir de la comenzada empresa. Sí, Margarita; las almas religiosas están todas lla- madas á la santidad, y muy pocas se cuidan de ser santas; todas son muy amadas de Dios, y no todas co- rresponden á Jos amores del Esposo celestial; todas es- tán gravemente obligadas á caminar á la perfección, y muchas no andan por ese camino, y ellas mismas se ponen obstáculos delante para caer, y se enredan co- mo mariposa en las telas de araña, y sé atan con lazos mundanos y con relaciones seculares, huyendo de la dulce soledad donde Dios habla al corazón. Para no incurrir tú en semejantes deslices, y para ser una buena religiosa, quieres que “hablemos largo y tendido, sobre la dignidad del estado religioso, sus excelencias, los votos que lo constituyen, el alcance de los mismos, la manera de cumplirlos con perfec- ción, las virtudes propias de ese estado, las interiori-

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