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Ó CARTAS Á SOR MARGARITA 177 mujer, ¿cómo se eleva á la altura de los ángeles? Esto mismo digo yo, siempre que descubro los esplendores de la virginidad, al través de las sombras con que el infierno quiere oscurecerla; siempre que hallo una yir- gen pura, rodeada tal vez de impuras tentaciones; ten- taciones que de ordinario sirven para más purificarla y hermosearla, como hermosean á la roca solitaria de una playa las olas furiosas que se estrellan sobre el peñasco, dejándolo cubierto de blanca espuma. Mas si esta pureza nos trueca por gracia en ángeles terrenos, dándonos en cierto modo ventajas sobre los celestiales, nos debe también revestir de las dos pro- piedades angélicas que sirven de complemento y ador- no á la virginidad. Es propio de los ángeles ser ordi- nariamente invisibles á los ojos humanos: y esto deben imitarlo las vírgenes del claustro, haciéndose invisibles á los ojos del mundo. ¿Qué tiene que hacer una monja en el locutorio? ¿Qué se le ha perdido á ella en las re- jas? ¿Por qué tan fácilmente se hace visible? Poco se parece en esto á los ángeles, y me temo que por esa causa se le parezca también poco en la pureza virginal. La segunda cosa es que cuando los ángeles se dejan ver ó se aparecen á los hombres, se presentan con tanta modestia y dignidad, que no sólo infunden respeto, síno que también inspiran amor á la pureza. Así, pues, la virgen de Cristo, la esposa mística del Cordero in- maculado, siempre que se deje ver de los hombres lo ha de hacer con tal recato, que parezca un angel apa- recido, que con sus miradas y sus modales difunda por todas partes el precioso olor de la pureza santa que ha profesado. ¡Ay qué mal sienta la desenvoltura eñ los religiosos! ¡Qué mal parece una broma alegre ó una inmodestia en quien ha profesado pureza! Mas dejémo- nos de reprensiones y sigamos cantando las excelen- cias de la virginidad. 12 PS

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