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Ó CARTAS Á SOR MARGARITA 83 condenación y exterminio. Asise hubiera hecho cier- tamente, si la misericordia de Dios no ataja el paso á su justicia, prometiéndole al hombre caído un liberta- dor que rompiera la cadena de su culpa y lo redimiera. Esta promesa puso al Redentor inocente en lugar del hombre culpable y suspendió la sentencia condenato- ria hasta que viniera el Cordero de Dios á ofrecer su sangre en sacrificio por los pecados del mundo. En- tre tanto que esa víctima preciosa venía á la tierra, Dios exigió del hombre el sacrificio conmemorativo ó simbólico, que figura el de la Víctima eterna que con el precio de su sangre había de redimir á la humanidad cautiva; y por eso Abel comenzó á ofrecer á Dios en sacrificio la sangre de sus corderos. Pasando esta tradición de padres á hijos, se fué poco á poco oscureciendo y desfigurando, hasta tal punto, que del vago recuerdo de una culpa primitiva que se había de lavar con sangre, sacaron los hombres la horrible consecuencia de que era preciso ofrecer á los dioses en sacrificio la sangre misma del hombre. El sacrificio dejó de ser simbólico para ser real, y el más fuerte mataba al más debil para ofrecer su sangre en sacrificio, convirtiendo así á la tierra en un lago de sangre. Cuando esto hacían los paganos (y lo hacen hoy todavía) no hacían ni hacen otra cosa que confir- mar con sus sacrificios las tradiciones bíblicas: esto es, creer en una culpa primitiva que írritó 4 Dios con- tra el hombre; creer que esa ira divina debe ser des- armada por el hombre prevaricador; que el hombre prevaricador puede desarmar esa cólera celeste me- diante la efusión de sangre; y que esa sangre derra- mada en sacrificio tiene virtud para satisfacer por todos, aplacando la ira divina y borrando la culpa que la irritó. Todos estos dogmas suponen los sacrificios sangrientos, y creyéndolos, la gentilidad estaba en lo

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