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cia justísima de Dios para mi perdición eterna; no porque me faltaría su gracia, ó lo piense así, para el cargo que me diesen; si por este pavor, horror, interior é involuntario sobresalto de mi espíritu al oirlo ó pensarlo. Mil veces me he puesto y pongo delante de Dios, y averiguando si hay algo en mi terior á que no se halle con indiferencia, veo que solo esto no: yo no sé lo que esto sea. En la Misa y en cualquier otro ejercicio me sucede otro tan- to. No puedo ni acierto á decir más. Usted Padre mío, determine lo que guste, que yo sólo haré lo que me ordene. Lo que es el asunto presente, ya no tiene re- medio, que á tenerlo no dude usted que aún haría pretensión me diesen la Maestria. Esta la renuncié, ya por lo dicho, ya por los cargos que tiene, que son algunos más que la educación de los Novicios, pues tiene entre otros la Vicaría del Convento pa- ra gobernarlo en ausencia del Guardián, y ya últi- mamente porque me parece que habiéndole toca- do á usted sobre esto de Prelacías, estoy en que aprobó usted mi dictámen en huirlas. Bien conoz- co erré en no haber consultado á usted ó al P. Fer- nández pára lo que hice; pido á usted por la sangre de nuestro Redentor que me perdone esta falta co- metida por lo pronto de la respuesta y por la ofus- cación de mi interior, que llegó hasta oprimirme y reducirme á lo último de la angustia y descon- suelo. Mas ahora, Padre de mi alma, permítame us- ted, que con la satisfacción de hijo ó nieto, (si es que lo merece quien solo es acreedor al mayor abandono) me queje á usted, como lo hace con Dios quien le ama de veras. Es posible, Padre mío, que sabiendo usted basta y sobra una leve
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