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propio querer á dimitir la Obediencia, renunciando y procurando recomendaciones, para que le admitiesen la renuncia? ¿Qué pudo usted alegar, aunque lo leo en la carta de su lector no lo concibo; porque la vocación al ministerio de misión, si es de Dios, no podía impedir la ocupación que ciertamente era de Dios, mi ésta servir de estorbo á aquel. ¿Puede haber duda que lo que. los Supe- riores ordenan, Dios lo manda? ¿La hay en que el ver- dadero religioso se debe cegar á su más leve insinuación? ¿Quien debe prevalecer? la voluntad expresa de los Su- periores 6 los interiores movimientos de la propia, aun- que se juzguen inspiraciones nada equívocast V. P. no pretendió el ministerio á que lo destinaron sus prelados: le pareció que era superior á sus talentos, ó que era opues- to á su vocación, ó que debía renunciarlo para más ser- vir á Dios y á la Religión. En este conflicto ¿qué de- bía hacer? ¿Lo que hizo? Para cuando son, amado mío, las guías, quenos da Dios, sí en estos gravísimos nego- cios las desamperamos, y ciegos que somos respecto de nuestro propr0 interior nos conducimos? ¿Faltó tiempo? ¿Era indispensable resolverse? Pues admitir humilde, rendirse resignado, y tomárselo para consultar: que en vista de la resolución que diera el que debia darla, siempre lo había para representar. No hay disculpa: se obró muy mal, y debe reparar- se el escándalo que se ha dado con la renuncia, á cuan- tos la han sabido. No quiero decir que ha pecado grave- mente; pero si, que en esta parte ha sido y es muy reprensible su conducta, pero nó trremediable. Usted me pregunta: ¿Qué debo seguir? ¿Qué deberé hacer? y como yo amo (más que lo que puede pensar) su alma, y creo que serramente usted lo desea, oiga mi parecer para rendir el suyo. Le amonesto, le msto, y en el nombre de Jesu- cristo como ministro suyo le conjuroy le mando, que lue- 20, luego, luego que lea ésta, se ciegue y escriba á su
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